Continúa hasta el 7 de noviembre la fiesta de la pantalla del 2° Festival Internacional de Cine de Cali.
Pilotos de aerolíneas comerciales que aterrizaron, después de volar varios años, en el aeropuerto del cine. Productores que hipotecaron el panteón familiar para conseguir el dinero necesario que les permitiera terminar una película, así no tuvieran dónde caerse muertos. Directores que alcanzaron proporciones mastodónticas por el sedentarismo al que los sometió el montaje de una obsesión como puede ser el cine para sus realizadores, su público y los organizadores de eventos como el Festival Internacional de Cine de Cali (FICC) en el que la pantalla y sus variaciones nos descubren que el futuro y sus vanguardias ya nos alcanzaron.
El FICC se inició en 2009 con un propósito: hacer visible lo invisible. Exhibir en el transcurso de diez días —este año desde el 29 de octubre hasta el 7 de noviembre— el cine postergado por los circuitos comerciales; las visiones arriesgadas que suponen tras la cámara el ojo de un equipo de producción decidido a transformar la tradición en vanguardia. Teniendo como único límite de su creatividad el rectángulo de la pantalla. Aprovechando la diversidad de los formatos donde ya no interesa tanto el qué —el celuloide, la tecnología digital, los formatos que nos traigan los hallazgos del futuro— sino el cómo —una historia y sus invenciones formales para narrarla—. Una época en la que el documental y la ficción —o la ficción y sus documentales— desvanecen las fronteras y enseñan lo que aseguraba el director Jean Renoir: cine es todo lo que se proyecta sobre una pantalla.
Una forma de construir la actitud y los criterios del público interesado por un arte en movimiento, al margen de la rutina audiovisual que representa la corriente oficial del mercado. “¿Para qué sirve un festival de cine?”, se preguntaron durante una conferencia el director artístico del FICC, Luis Ospina, y Sergio Wolf, director del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente. Para que los realizadores se encuentren y el cruce de caminos tenga un efecto a largo plazo; para hacer más y mejor cine, animando al director interesado en nutrir sus reflexiones con las imágenes en movimiento de la geografía que atraviesa el cine; para moldear nuevas formas de distribución y exhibición en contra de la tiranía que impone la exigencia de una rentabilidad inmediata en la taquilla —el documentalista Diego García se propone realizar una gira por Colombia y sus cementerios, camposantos y fosas comunes, donde proyectará a lo largo de un año su última película, Beatriz González, ¿por qué llora si ya reí? (2010)—; para demostrar que los tapetes rojos de la fama y el culto a la personalidad que definen la pompa de otros festivales nunca serán tan importantes como lo que verdaderamente importa: la exhibición de un repertorio cinematográfico que contribuya a la creación de un mundo paralelo capaz de enriquecer al público.
La generación nacida durante los años 70 y 80 lo permite. Algunos de los directores invitados a Cali —Renate Costa (Asunción, 1981); Florian Borchmeyer (Wasserburg, 1974); Isaki Lacuesta (Gerona, 1975); Miguel Coyula (La Habana, 1977); la guionista Isa Campo (Aragón, 1975); la productora Marta Andreu (Barcelona, 1975)—, al vaivén del movimiento audiovisual en el que se confunden las videoinstalaciones, el cine de ficción, el documental, el cortometraje, con películas que reinventan el pasado y lo conducen al futuro, permiten concluir que el cine tiene la vitalidad de la Criatura de Frankenstein recién creada: It’s alive! ¡Está viva!, gritó el científico en su laboratorio cuando presenció el milagro.
Esta vitalidad, en Cali, es una evidencia inspiradora para legitimar la geografía de la ciudad como el escenario de una exploración creativa en el segundo de los años que vendrán para el evento. No en vano, el premio otorgado recientemente por el Ministerio de Cultura de Colombia a Luis Ospina por toda una vida dedicada al cine, lo confirma. Así, la eternidad, como siempre nos ha enseñado Drácula, es posible.
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